martes, 1 de julio de 2008

Sermón del 20 de junio

El padre Marciano se pone futbolero y usa como excusa el torneo del verano para avanzar un poco más las sagradas escrituras.

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1 comentario:

Señor Pato dijo...

Ave María Purísima.
Queridos hermanos, observamos complacidos que los índices de audiencia de esta sección son de los más altos del programa. El Señor, como no podía ser de otra manera, barre en los audímetros y ha sido ya expulsado del EGM por abusón. Esto significa que vuestra salud moral, sin dejar de ser catastrófica, aún es recuperable.

Por tanto, en un inaudito alarde de bondad y permisividad, hoy hablaremos de eso que os apasiona tanto: el noble arte del balompié. Pero de forma indirecta, porque no procede ponerse aquí a hablar de altas y bajas en el Sporting Vaticano que ya está preparando la próxima temporada. El tema va por otro lado. Sabréis que se está disputando en el corazón de la vieja Europa un torneo que aglutina equipos de procedencias variopintas, hasta a los infieles turcos les han dejado jugar. Y cada equipo hablará en el idioma de su padre y de su madre, salvo los alemanes que más que hablar profieren alaridos infernales. Bueno, pues esta es la excusa perfecta para recordar el episodio de la Torre de Babel.

La cosa viene de poco después del chaparrón que os conté la semana pasada, cuando el Señor se sacó de la manga el primer cambio climático y por fin escampó. Claro, se quedó el planeta lleno de barro, y la gente prefería vivir a lo alto, en casas de pisos, para no mancharse los pies. Entonces surgió un rey que respondía al nombre de Nemrod, que queda para la historia como el primer promotor urbanístico del que se tienen noticias, y dijo de hacer una torre gigante con la que, de paso, pretendían alcanzar el cielo, en una parcelita que tenía en un pueblo llamado Babel.

A Dios esto no le sentó demasiado bien, porque él había dejado bien claro que el Cielo era suyo y sólo suyo y que él decidía quién entraba y quién, como vosotros, acabaría vagando toda la eternidad por las hogueras del Averno. Pero como estaba curado de espanto con lo de las catástrofes (aunque luego le volvería a dar por ahí), se le ocurrió un método de sabotaje más sutil. Hizo que cada obrero hablara de una manera distinta, así el capataz le decía al peón que colocara un par de ladrillos y éste, como no se enteraba, creía que no había tarea que hacer y se dedicaba a echarse la siesta, o a silbar a las muchachas que pasaban cerca del solar. Así, la torre se acabó derrumbando y el concejal de urbanismo dio con sus huesos en las mazmorras del tal Nemrod.

Seguro que, incrédulos de vosotros, ya estáis desconfiando de la inmensa bondad del Señor. Vale, sí, se cayó una torre y ahora cuando cruzamos la frontera no hay quien se entere de nada. Pero en contrapartida, gracias a la diversidad lingüística Dios nos concedió una nueva gracia: el concurso de Eurovisión. Quien esté libre de haberse pasado horas embobado delante de la tele con las actuaciones de lejanos países que hablan raro, que tire la primera piedra.

Hala, hermanos, rezadme quince mil rosarios, ¡y no pequéis, recordad que el Jefe lo ve todo!