domingo, 2 de marzo de 2008

Sermón del 29 de febrero

El segundo episodio del ciclo sobre los pecados capitales del Padre Marciano es la avaricia.
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1 comentario:

Señor Pato dijo...

Ave María Purísima.
Queridos hermanos, la sociedad sigue sumida en la más decadente corrupción moral y espiritual, así que nos vemos obligados a continuar con nuestro repaso a los pecados capitales, con la esperanza de que alguno de vosotros vea la luz y no acabe vagando toda la eternidad por las tinieblas del averno. La semana pasada ya hablamos de la soberbia, así que hoy vamos con el segundo de los siete: la avaricia.

Avaricia, tal como nos recuerda el diccionario, es el “afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas”. Es uno de los peores pecados que se pueden cometer, porque los bienes materiales acrecientan el bolsillo que da gusto, pero corrompen el espíritu de mala manera. Recordemos que un chico con turbante, mandado por el Jefe a montar una sucursal en Oriente, dijo que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja, a que un rico entrara en el reino de los cielos. Claro está que todo depende del nivel de riqueza; si se trata de fortunas modestas, basta con que lo que enhebremos sea un dromedario. Los pensionistas tienen autorización divina a buscarse animales sin jorobas.

De todas formas, no olvidéis la definición: avaricia es el afán desordenado de poseer. Ahí está la clave: en el desorden. Vosotros, viles pecadores, sois una caterva de desordenados, de desmedidos, de desorganizados, que derrocháis vuestro capital en fruslerías que sólo dan lugar a vicios e inmoralidades. Debéis tomar ejemplo y admirar a los que saben llevar buena armonía en su contabilidad: los economistas, los inspectores de hacienda, los intermediarios, los banqueros, esos grandes hombres que procuran el bienestar común a costa de su propio sacrificio y la mala imagen social, a cambio de una mísera comisión o de un mínimo interés del 30%. ¡Dadle las gracias al Señor cuando os vuelva a subir el Euribor, pues gracias a él y al IPC estaréis más cerca de la santidad!

Porque es bien sabido, hermanos, que el dinero no da la felicidad, aunque la imita bastante bien. Monedas, billetes y cheques (con fondos) no son más que instrumentos del demonio para teneros maniatados, esclavizados, sometidos a su maléfico poder. Por tanto, debéis desprenderos de todo cuanto os sea superfluo para la más estricta supervivencia. Nada de comprar casas así como así, ya tenéis la Casa del Señor. Nada de coches, en las catedrales viajará vuestro espíritu. Donad al Templo vuestras nóminas, pues así contribuiréis a alejar de vosotros la tentación del pecado. Dejad que seamos nosotros, que tenemos años de experiencia en pelearnos con el Maligno, quienes acaparemos el oro. Buscaos la excusa que queráis, pero pasaos por el cepillo de una vez, que la gotera de la capilla sigue sin arreglar y ya le hemos tenido que poner paraguas a San Cucufato.

Hala, hermanos, rezadme un puñado de credos, ¡y no pequéis, recordad que el Jefe lo ve todo!